Hebe
"No
está mal", le dijo Zeus a Hera al ver a la hija de ambos, segunda en la lista,
niñita tierna que balbuceaba ta-ta-gu-gu y movía al compás, sobre su pelada cabezota,
dos tirabuzones allí puestos por una mano inocente.
Y, a
decir verdad, no estaba mal la criatura. Salvo que era estúpida. Contestaba siempre como
quien bosteza, sin darse por aludida. Se diría que habitaban su mente lejanas serpentinas
de colores, blandas fantasías de príncipes encantados, héroes musculosos y tiernos,
difuminados tras la niebla de un amor presentido. Sin embargo para las cosas del Olimpo,
Hebe parecía estar ausente. No daba una.
- Niña,
cierra la puerta que hay corriente -le ordenaba su madre.
Y
Hebe, embobada en el vuelo de alguna mosca crepuscular, decía "sí, papá"
mientras abría, de par en par, la ventana de todos los vientos.
Con
Hebe llegó al Olimpo el resfriado común. Se poblaron los cielos de estornudos divinos y
la tierra conoció una época de asoladores torrnados e incesantes lluvias. Lo que
parecía un inicio prematuro del bíblico diluvio universal o su más fiel antecedente,
quedó sin embargo en falsa alarma y no pasó de ser una manifestación del ingenuo poder
de una diosa que, en tanto le duró la adolescencia, no hizo más que abrir ventanas a
destiempo.
Pero
algo insólito vendría a ocurrirle a Hebe, algo que cambiaría definitivamente lo que
parecía ser un destino inexorable unido a las corrientes. Fue su madre, Hera, la primera
en darse cuenta, y así se lo dijo a Zeus:
- Nuestra
hija no envejece.
Era
tan cierto como su permanente estado ensimismado. En tanto las barbas del gran dios se
arrastraban y las arrugas de la diosa madre recogían sus pliegues aún por debajo del
corbejón, Hebe continuaba lozana, fresca como una manzana (como una manzana fresca),
dedicada por entero a esas dulces labores de cambiar los pañales a su hermano pequeño
Ares, sacarle brillo al yunque de Hefesto (el mayor del trío) o enjaezar los caballos de
la cuadra materna para que diesen la nota en la Feria de Abril, que por entonces se
celebraba en mayo.
Rápidamente
se extendió por todo el Olimpo la noticia de que esta diosa no envejecía y hasta la
tierra llegó su sobrenombre: la "siemprejoven". Mas la cosa, al parecer, tenía
truco. Fue espiada por orden de Afrodita, que veía amenazado su cetro de belleza, y así
se pudo comprobar que Hebe mezclaba néctar y ambrosía con tal descuido y tanta
desproporción que el mejunge resultante adquiría esas cotizadas cualidades de eterna
juventud.
Al
instante la nombraron Copera Mayor y pasó a servir... néctar y ambrosía al pleno de los
dioses.
No fue
una misión ingrata para una diosa que no sabía hacer nada, al contrario, se sintió
útil por primera vez en su vida, como embargada por una responsabilidad desconocida hasta
encontes que, entre otras cosas, proporcionó a su mirada un brillo sutil: ya no tendría
que abrir más puertas ni aliviarle el escozor de la ingle a su flamante hermano, ni
mancharse sus delicadas manos, destinadas al néctar, con las sublimes moñigas de aquella
caballeriza olímpica. Y, para completar tan feliz estampa, pronto llegó el esperado
príncipe para pedirle la mano, la mano del néctar. Se trataba de Heracles, recién
ascendido a dios después de pasarlas putas entre los humanos.
Zeus
lo había hablado con Hera: "Oye, diosa mía, que ha llegado uno de mis bastardos y
no sé qué hacer con él". Y como es sabido que todas las decisiones de los dioses
matan dos pájaros de un tiro, en esta ocasión se zafaron de Heracles solucionando de
paso un sueño infantil de la diosa Hebe: los casaron.
A Hebe
no le cambió en absoluto su cara de tonta, por lo cual no pudo saberse si había
aumentado su felicidad, si quizá había sido siempre feliz o, por el contrario, no lo fue
nunca. Parió dos hijos (Alexiares y Aniceto) y hubo de empezar otra vez a cambiar
pañales, perdiendo poco a poco la razón pues preguntaba cómo era posible que Ares y
Hefesto continuasen, a sus años, mojando la cama.
- Querida
mía -le decía Heracles-, no son tus hermanos sino tus hijos. ¡Mírales la cara de
tontos que tienen, clavaditos a mamá!
Hebe
entonces volvía momentáneamente a la realidad, les hacía alguna carantoña, pichurrí,
pichurrí, y recordaba, de pronto, que había dejado abierta una ventana.
Necesitó
esta diosa todo el tiempo griego para sentar ligeramente la cabeza; y ya aprendía la
tabla de multiplicar cuando cayó el telón de la mitología y se acabó la función. Tuvo
que perderse por esos otros mundos de ese otro dios único y verdadero (aunque a la vez
trino e inverosomil) para encontrar un trabajo más acorde con su incipiente tabla de
multiplicar, al go que no fuera volver a cambiar pañales o limpiar jacas. Y dado que
servir copas lo hacía primorosamente, no tardó en fichar por una mafia calabresa que, en
menos que canta un gallo, la puso a currar en una barra americana.
Ahora
Hebe mezcla ron y cocacola, a dos billetes la copa, y mantiene en precario una juventud
gracias a los productos de belleza de una marca parisina.n |